Don Francisco Varo es profesor de Sagrada Escritura de la Universidad de Navarra; doctor en Ciencias Exactas y en Lenguas Clásicas; conocedor directo de Tierra Santa, autor de numerosos trabajos de su especialidad. Recabamos su experiencia con vistas a poner en práctica una de las exhortaciones del Papa Juan Pablo II para la preparación del gran Jubileo del año 2000: «Para conocer la verdadera identidad de Cristo, es necesario que los cristianos, sobre todo durante este año, vuelvan con renovado interés a la Sagrada Escritura, en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan hoy por todas partes» (TMA, n. 40) . El profesor Varo ha publicado un artículo en la revista Palabra, en la que el lector puede ampliar algunos puntos de lo que aquí nos dice (PALABRA 387, I-97 (40-44)).
–¿Es fácil o difícil entender la Biblia?
–Leer la Biblia y disfrutar con su lectura no es difícil. Aunque tampoco es siempre fácil entender bien lo que se lee y sacar provecho de ello. A veces, incluso, el lector puede quedar sumido en la perplejidad o lleno de inquietud, por ejemplo ante determinados pasajes que le ha comentado algún miembro de una secta (no, por cierto, porque éstos sepan leerla bien, sino porque la manejan con mayor frecuencia que muchos católicos). En cambio, cuando se lee la Sagrada Escritura, con una cierta preparación, se puede entender bien su mensaje y entonces se abre ante los ojos un panorama de deslumbrante belleza y de gran utilidad práctica. Pero hay que saber hacerlo. Y para eso no se puede prescindir de unos puntos de referencia que sirvan de orientación.
–¿Cuáles son esos puntos de referencia necesarios para entender bien las Escrituras?
-San Gregorio Magno, dirigiéndose al médico Teodoro, le dice: «¿Qué es la Escritura sino una carta de Dios dirigida a su criatura?». Así expresa de modo gráfico lo qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios; un mensaje que le envía Aquel que lo conoce bien y le quiere; un texto escrito que le permite comunicarse en todo momento con Dios, de modo análogo a como una carta es un medio de comunicación entre personas humanas. Cada carta de una persona querida posee un encanto singular. No sólo ni quizá principalmente por las noticias que trasmite. La podemos leer y releer despacio, como prolongando a nuestro gusto la conversación. Por eso, a veces nos gusta más recibir una carta que una llamada de teléfono. Las cartas tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Es posible que quien la recibe no entienda alguna expresión y, en ese caso, no puede preguntar y obtener una respuesta inmediata, como sucede en una conversación.
También sucede que un lector accidental de la carta no capte la mayor parte del mensaje que contiene. Expresiones como «lo de tu hermano ya está resuelto», «no me olvido de tu cuñada, la pobrecilla», o «¡este año ganaremos la Liga!», pueden significar muchas cosas. El que escribe ya sabe que la persona a quien dirige su carta, sin necesidad de descender a complejas exposiciones, entiende el sentido adecuado de esas frases. En cambio, cuando falta esa sintonía entre escritor y lector, una carta puede parecer una sucesión de frases oscuras, entrecortadas e incoherentes: ¿qué problema tenía su hermano?, ¿qué desgracia le ha sucedido a su cuñada?, ¿qué equipo dice que va a ganar la Liga? Si esto sucede con la simple transmisión de noticias, resulta aún más complejo lo que ocurre cuando se insinúan sentimientos. La frase «ya sabes que noche y día no me olvido de lo que hablamos» puede ser una declaración de amor actualizada, o la mera información de que no se ha podido quitar de encima la preocupación que comparten. La persona que lea ocasionalmente esas palabras, no podrá captar la plenitud de sentido que encierran.
La lectura de la Biblia ofrece las mismas ventajas e inconvenientes que pueden plantearse con una carta ordinaria: siempre es posible leerla, releerla, saborearla y encontrar luces nuevas; pero también hay que sortear escollos para comprenderla. Dios quiso y quiere hacerse entender. Por eso habló al modo humano, a personas concretas, con una situación cultural determinada. Será preciso, por tanto, conocer la distancia cultural, geográfica y temporal que hay entre el momento en que fue escrita y nuestros días, para poder entender las palabras y frases con las que ha sido redactada. La mayor parte de la Biblia fue escrita originalmente en hebreo o griego, y algunos pasajes en arameo. Como esas lenguas son desconocidas para muchos lectores actuales, en primer lugar es preciso encontrar una buena traducción de la Sagrada Escritura.
–¿Cómo saber que es buena, correcta, una traducción de la Biblia?
–Ha de reunir al menos estos dos requisitos:
–¿Es fácil o difícil entender la Biblia?
–Leer la Biblia y disfrutar con su lectura no es difícil. Aunque tampoco es siempre fácil entender bien lo que se lee y sacar provecho de ello. A veces, incluso, el lector puede quedar sumido en la perplejidad o lleno de inquietud, por ejemplo ante determinados pasajes que le ha comentado algún miembro de una secta (no, por cierto, porque éstos sepan leerla bien, sino porque la manejan con mayor frecuencia que muchos católicos). En cambio, cuando se lee la Sagrada Escritura, con una cierta preparación, se puede entender bien su mensaje y entonces se abre ante los ojos un panorama de deslumbrante belleza y de gran utilidad práctica. Pero hay que saber hacerlo. Y para eso no se puede prescindir de unos puntos de referencia que sirvan de orientación.
–¿Cuáles son esos puntos de referencia necesarios para entender bien las Escrituras?
-San Gregorio Magno, dirigiéndose al médico Teodoro, le dice: «¿Qué es la Escritura sino una carta de Dios dirigida a su criatura?». Así expresa de modo gráfico lo qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios; un mensaje que le envía Aquel que lo conoce bien y le quiere; un texto escrito que le permite comunicarse en todo momento con Dios, de modo análogo a como una carta es un medio de comunicación entre personas humanas. Cada carta de una persona querida posee un encanto singular. No sólo ni quizá principalmente por las noticias que trasmite. La podemos leer y releer despacio, como prolongando a nuestro gusto la conversación. Por eso, a veces nos gusta más recibir una carta que una llamada de teléfono. Las cartas tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Es posible que quien la recibe no entienda alguna expresión y, en ese caso, no puede preguntar y obtener una respuesta inmediata, como sucede en una conversación.
También sucede que un lector accidental de la carta no capte la mayor parte del mensaje que contiene. Expresiones como «lo de tu hermano ya está resuelto», «no me olvido de tu cuñada, la pobrecilla», o «¡este año ganaremos la Liga!», pueden significar muchas cosas. El que escribe ya sabe que la persona a quien dirige su carta, sin necesidad de descender a complejas exposiciones, entiende el sentido adecuado de esas frases. En cambio, cuando falta esa sintonía entre escritor y lector, una carta puede parecer una sucesión de frases oscuras, entrecortadas e incoherentes: ¿qué problema tenía su hermano?, ¿qué desgracia le ha sucedido a su cuñada?, ¿qué equipo dice que va a ganar la Liga? Si esto sucede con la simple transmisión de noticias, resulta aún más complejo lo que ocurre cuando se insinúan sentimientos. La frase «ya sabes que noche y día no me olvido de lo que hablamos» puede ser una declaración de amor actualizada, o la mera información de que no se ha podido quitar de encima la preocupación que comparten. La persona que lea ocasionalmente esas palabras, no podrá captar la plenitud de sentido que encierran.
La lectura de la Biblia ofrece las mismas ventajas e inconvenientes que pueden plantearse con una carta ordinaria: siempre es posible leerla, releerla, saborearla y encontrar luces nuevas; pero también hay que sortear escollos para comprenderla. Dios quiso y quiere hacerse entender. Por eso habló al modo humano, a personas concretas, con una situación cultural determinada. Será preciso, por tanto, conocer la distancia cultural, geográfica y temporal que hay entre el momento en que fue escrita y nuestros días, para poder entender las palabras y frases con las que ha sido redactada. La mayor parte de la Biblia fue escrita originalmente en hebreo o griego, y algunos pasajes en arameo. Como esas lenguas son desconocidas para muchos lectores actuales, en primer lugar es preciso encontrar una buena traducción de la Sagrada Escritura.
–¿Cómo saber que es buena, correcta, una traducción de la Biblia?
–Ha de reunir al menos estos dos requisitos:
1°, que exprese en la nueva lengua, con la mayor fidelidad posible, no cada una de sus palabras, sino cada uno de los elementos que configuran su forma y su mensaje;
2° que haya sido realizada en sintonía con la fe de la Iglesia. Precisamente las dificultades que presenta la intelección de la Biblia, que es para todo lugar y tiempo, permite comprender que el Señor haya instituido una autoridad perfectamente identificable, con la asistencia garantizada del Espíritu Santo (Espíritu de Verdad), para que todos podamos estar ciertos de que es o no correcta, o más o menos segura, una determinada interpretación del texto sagrado. Es fácil entender que no puede ser buena "cualquier traducción". Un primer punto de referencia para cerciorarse de la corrección de una edición bíblica es la aprobación de la Conferencia Episcopal.
La Biblia fue escrita hace alrededor de dos mil años: algunos libros todavía más, y otros poco menos. La mayor parte de sus relatos se sitúan en la tierra de Israel, y otros en Egipto o Mesopotamia. Por eso, tener algunas orientaciones sobre la geografía de esas zonas, así como sobre su historia y literatura antiguas, es importante para entender bien las narraciones.
Además de sortear esos escollos técnicos mencionados, se requiere también acceder a su lectura con las debidas disposiciones interiores, en sintonía con su autor principal: Dios mismo (Se trata de «una carta de Dios»). No captará su mensaje quien lo lea como un simple libro de historia o de venerables tradiciones religiosas.
–¿Cómo se ha formado el conjunto de libros que llamamos «Biblia»?
–El proceso de su redacción ha sido largo y complejo. Han intervenido muchos autores en diversos momentos de la historia del pueblo de Dios durante casi un milenio, y sus aportaciones a la obra final son muy variadas en extensión y contenido. También el proceso de recepción de esos escritos por parte de Israel, en primer lugar, y de la Iglesia, posteriormente, ha sido largo. Poco a poco se fueron completando los diversos libros que, a su vez, iban siendo incluidos en colecciones más amplias: Pentateuco, Profetas, Escritos, Evangelios, Cartas apostólicas, etc.
Todo estos libros pueden verse como una especie de biblioteca, con muchos volúmenes. Pero con mayor propiedad cabe decir que forman un sólo libro, dividido en dos grandes partes –Antiguo y Nuevo Testamento–, a su vez constituidas de numerosos elementos. La fe católica ve la Biblia como una unidad en la que resuenan distintas voces con diversos acentos, pero que en su variedad de estilos y de interpretaciones manifiestan la inagotable riqueza de un mensaje coherente y unitario, que sólo es posible apreciar con toda su riqueza a la luz del misterio pascual –Encarnación, Muerte y Resurrección– de Jesucristo.
UNIDAD DEL ANTIGUO Y EL NUEVO TESTAMENTO
Los textos del Antiguo Testamento alcanzan su plenitud de sentido a la luz del Nuevo Testamento. Éste, a su vez, está latente en el Antiguo y no se puede entender del todo sino teniendo en cuenta lo que se dice en aquél. Por eso ambos son inseparables. Esto lo entenderán bien quienes sean aficionados a las novelas de intriga. ¿Qué sucedería si cayera en sus manos una novela de Agatha Christie a la que hubieran arrancado el último tercio de sus páginas? Pues que el lector no saldría de dudas sobre la identidad del asesino. Muchos personajes quedarían bajo sospecha, faltarían datos para llegar a la solución definitiva.
De otra parte, si alguien leyera sólo las páginas arrancadas del final de la novela conocería el desenlace de la trama, pero difícilmente podría encontrar el sentido de las cosas que se dicen, porque, aunque la novela esté dividida en capítulos, cada uno de ellos sólo puede entenderse correctamente en el lugar donde fue colocado por la autora dentro del conjunto. Algo análogo sucede con la Sagrada Escritura, tal y como la Iglesia la ha recibido. No se trata de una simple yuxtaposición de textos, sino de una colección debidamente estructurada, en la que cada uno sólo se entiende a fondo atendiendo al conjunto y al lugar que ocupa en él. Si el lector del Antiguo Testamento prescinde del Nuevo, se abren para él tantas posibilidades de sentido que no le es posible dilucidar entre lo que son meros significados ocasionales del texto y lo que Dios quiere revelar en él. Tampoco acabaría de entender del todo afirmaciones esenciales del Nuevo Testamento, como por ejemplo «Jesucristo es Señor» (Fil 2, 11), si no sabe lo que significan los términos «Cristo» (Mesías, Ungido) y «Señor». Y para esto es imprescindible el recurso al Antiguo Testamento.
Sólo captará la plenitud del mensaje de la Biblia el lector que realice una lectura católica, esto es, universal: abierta al conjunto completo de la Escritura y de la fe de la Iglesia. La Sagrada Escritura ha llegado a ser comprendida en el seno de la Iglesia, y sólo en relación con el misterio de la Iglesia se puede penetrar en el misterio de la Biblia.
SUBJETIVISMO Y FUNDAMENTALISMO
–¿Qué importancia tiene, en la interpretación de la Escritura, el sentido literal de las palabras?
–Es imprescindible partir de una exégesis correcta del texto que determine el sentido literal; es decir, el sentido que ha sido expresado directamente por los autores humanos inspirados, y a través del cual se manifiesta lo que Dios quiere dar a conocer. Ahora bien, no basta conocer el significado de cada palabra de la Biblia para obtener su sentido literal. Es necesario comprenderlo según las convenciones literarias de su tiempo. Así, por ejemplo, el sentido literal de «tened ceñida la cintura» (Lc 12,35), es el que corresponde al empleo metafórico de los términos: «tened una actitud de disponibilidad». El sentido literal, pues, no ha de confundirse con una lectura «literalista» del texto sagrado. Esto es lo que sucede en algunas sectas, induciéndolas a caer en el error del fundamentalismo. Un engaño semejante pueden sufrir los católicos que leen la Sagrada Escritura con buena voluntad, pero con poca formación bíblica. Por eso es muy útil, y en ocasiones necesario, disponer de una edición que contenga unas buenas notas al texto sagrado que, en consonancia con la fe de la Iglesia, ofrezcan la orientación adecuada para entender bien lo que quiere decir la Biblia.
–¿Por dónde comenzar a leer esa «carta de Dios»?
–Desde luego, conviene leerla completa. Sin embargo, es muy recomendable comenzar por el final, por el Nuevo Testamento (Los cuatro Evangelios, etc.). Porque es ahí donde el conjunto alcanza su plenitud. Así como se disfruta más de un paseo por el campo cuando se tiene la certeza de ir por el buen sendero, que con la incertidumbre sobre dónde se puede terminar después de haber caminado varias horas, así conviene saber a dónde vamos a llegar antes de emprender la lectura del Antiguo. Cuando ya se conoce el Nuevo Testamento, se va encontrando mayor sentido al Antiguo conforme se avanza en su lectura. Una vez conocido el Antiguo se vuelve al Nuevo y la lectura gana en atractivos, porque entonces es posible captar muchos matices que antes pasaron inadvertidos.
EL ANTIGUO TESTAMENTO
–Hay muchas personas que cuando se introducen en la lectura del Antiguo Testamento quedan un tanto desconcertadas, sin saber de qué manera han de acoger lo que leen y qué autoridad conceder a esos textos.
–Sí, por ejemplo, ante los primeros capítulos del Génesis pueden plantearse innumerables cuestiones: ¿Qué duración tenían los días de la semana en que Dios creó el mundo? ¿Tan pequeña era la primera mujer que Dios no necesitó para hacerla nada más que una costilla de Adán? ¿Por qué vivían los patriarcas antediluvianos tantos cientos de años? Y, según se sigue la lectura, surgen muchas más cuestiones por el estilo: ¿Por qué los Patriarcas tenían varias esposas? ¿Cómo puede agradar a Dios el que se pase a cuchillo a toda la población de las ciudades conquistadas por los israelitas? Hay que decir, en primer lugar, que no todos los episodios que narra la Biblia son moralmente buenos y ejemplares; a veces son radicalmente malos, y sólo a sensu contrario destilan una enseñanza positiva: la desobediencia de Adán y Eva, el crimen de Caín, la torpeza de Onán o el desliz de David son ejemplos ilustrativos, entre muchos otros. La Sagrada Escritura los recoge para mostrar la fidelidad de Dios a su apuesta redentora en favor de los hombres, a pesar de la maldad y de los pecados de éstos. Por otra parte, el motivo de muchas de las inquietudes e incomprensiones señaladas no está en la propia Biblia. Su origen se encuentra en que se acude a buscar en ella algo que no pretende decir. La Sagrada Escritura no es un libro de ciencias naturales, ni un conjunto de crónicas periodísticas de lo que ocurrió en épocas remotas.
Aunque narre sucesos realmente acaecidos, la Biblia en su totalidad tampoco es un libro de «historia» en el sentido que actualmente damos a esta palabra. Muchos de ellos fueron tan sencillos y aparentemente ordinarios que no dejaron restos arqueológicos ni epigráficos, que permitan verificar cada uno de sus detalles con el rigor que hoy cabe exigir a una narración histórica. La Biblia es mucho más que todo eso: es la enseñanza que Dios mismo, Creador del mundo y Señor de la historia, ha tenido a bien trasmitir a los hombres acerca de sí mismo y de su acción en la historia humana en orden a la salvación.
Finalmente, junto al recurso a las ayudas técnicas imprescindibles, al leer la Biblia no puede faltar la actitud interior de oración y veneración hacia la Palabra de Dios que resuena en el texto sagrado, ni la disposición de permitir que marque la pauta del comportamiento en la vida ordinaria. La sencillez de corazón del que lee la Biblia en la fe de la Iglesia, con afán humilde de aprender y de llevar a la práctica lo que enseña, permite alcanzar un trato de amistad con el Espíritu Santo. Y esa sintonía es el medio más eficaz para captar a fondo el mensaje que Dios ha querido trasmitir por medio de esa carta a sus criaturas que es la Escritura Santa
La Biblia fue escrita hace alrededor de dos mil años: algunos libros todavía más, y otros poco menos. La mayor parte de sus relatos se sitúan en la tierra de Israel, y otros en Egipto o Mesopotamia. Por eso, tener algunas orientaciones sobre la geografía de esas zonas, así como sobre su historia y literatura antiguas, es importante para entender bien las narraciones.
Además de sortear esos escollos técnicos mencionados, se requiere también acceder a su lectura con las debidas disposiciones interiores, en sintonía con su autor principal: Dios mismo (Se trata de «una carta de Dios»). No captará su mensaje quien lo lea como un simple libro de historia o de venerables tradiciones religiosas.
–¿Cómo se ha formado el conjunto de libros que llamamos «Biblia»?
–El proceso de su redacción ha sido largo y complejo. Han intervenido muchos autores en diversos momentos de la historia del pueblo de Dios durante casi un milenio, y sus aportaciones a la obra final son muy variadas en extensión y contenido. También el proceso de recepción de esos escritos por parte de Israel, en primer lugar, y de la Iglesia, posteriormente, ha sido largo. Poco a poco se fueron completando los diversos libros que, a su vez, iban siendo incluidos en colecciones más amplias: Pentateuco, Profetas, Escritos, Evangelios, Cartas apostólicas, etc.
Todo estos libros pueden verse como una especie de biblioteca, con muchos volúmenes. Pero con mayor propiedad cabe decir que forman un sólo libro, dividido en dos grandes partes –Antiguo y Nuevo Testamento–, a su vez constituidas de numerosos elementos. La fe católica ve la Biblia como una unidad en la que resuenan distintas voces con diversos acentos, pero que en su variedad de estilos y de interpretaciones manifiestan la inagotable riqueza de un mensaje coherente y unitario, que sólo es posible apreciar con toda su riqueza a la luz del misterio pascual –Encarnación, Muerte y Resurrección– de Jesucristo.
UNIDAD DEL ANTIGUO Y EL NUEVO TESTAMENTO
Los textos del Antiguo Testamento alcanzan su plenitud de sentido a la luz del Nuevo Testamento. Éste, a su vez, está latente en el Antiguo y no se puede entender del todo sino teniendo en cuenta lo que se dice en aquél. Por eso ambos son inseparables. Esto lo entenderán bien quienes sean aficionados a las novelas de intriga. ¿Qué sucedería si cayera en sus manos una novela de Agatha Christie a la que hubieran arrancado el último tercio de sus páginas? Pues que el lector no saldría de dudas sobre la identidad del asesino. Muchos personajes quedarían bajo sospecha, faltarían datos para llegar a la solución definitiva.
De otra parte, si alguien leyera sólo las páginas arrancadas del final de la novela conocería el desenlace de la trama, pero difícilmente podría encontrar el sentido de las cosas que se dicen, porque, aunque la novela esté dividida en capítulos, cada uno de ellos sólo puede entenderse correctamente en el lugar donde fue colocado por la autora dentro del conjunto. Algo análogo sucede con la Sagrada Escritura, tal y como la Iglesia la ha recibido. No se trata de una simple yuxtaposición de textos, sino de una colección debidamente estructurada, en la que cada uno sólo se entiende a fondo atendiendo al conjunto y al lugar que ocupa en él. Si el lector del Antiguo Testamento prescinde del Nuevo, se abren para él tantas posibilidades de sentido que no le es posible dilucidar entre lo que son meros significados ocasionales del texto y lo que Dios quiere revelar en él. Tampoco acabaría de entender del todo afirmaciones esenciales del Nuevo Testamento, como por ejemplo «Jesucristo es Señor» (Fil 2, 11), si no sabe lo que significan los términos «Cristo» (Mesías, Ungido) y «Señor». Y para esto es imprescindible el recurso al Antiguo Testamento.
Sólo captará la plenitud del mensaje de la Biblia el lector que realice una lectura católica, esto es, universal: abierta al conjunto completo de la Escritura y de la fe de la Iglesia. La Sagrada Escritura ha llegado a ser comprendida en el seno de la Iglesia, y sólo en relación con el misterio de la Iglesia se puede penetrar en el misterio de la Biblia.
SUBJETIVISMO Y FUNDAMENTALISMO
–¿Qué importancia tiene, en la interpretación de la Escritura, el sentido literal de las palabras?
–Es imprescindible partir de una exégesis correcta del texto que determine el sentido literal; es decir, el sentido que ha sido expresado directamente por los autores humanos inspirados, y a través del cual se manifiesta lo que Dios quiere dar a conocer. Ahora bien, no basta conocer el significado de cada palabra de la Biblia para obtener su sentido literal. Es necesario comprenderlo según las convenciones literarias de su tiempo. Así, por ejemplo, el sentido literal de «tened ceñida la cintura» (Lc 12,35), es el que corresponde al empleo metafórico de los términos: «tened una actitud de disponibilidad». El sentido literal, pues, no ha de confundirse con una lectura «literalista» del texto sagrado. Esto es lo que sucede en algunas sectas, induciéndolas a caer en el error del fundamentalismo. Un engaño semejante pueden sufrir los católicos que leen la Sagrada Escritura con buena voluntad, pero con poca formación bíblica. Por eso es muy útil, y en ocasiones necesario, disponer de una edición que contenga unas buenas notas al texto sagrado que, en consonancia con la fe de la Iglesia, ofrezcan la orientación adecuada para entender bien lo que quiere decir la Biblia.
–¿Por dónde comenzar a leer esa «carta de Dios»?
–Desde luego, conviene leerla completa. Sin embargo, es muy recomendable comenzar por el final, por el Nuevo Testamento (Los cuatro Evangelios, etc.). Porque es ahí donde el conjunto alcanza su plenitud. Así como se disfruta más de un paseo por el campo cuando se tiene la certeza de ir por el buen sendero, que con la incertidumbre sobre dónde se puede terminar después de haber caminado varias horas, así conviene saber a dónde vamos a llegar antes de emprender la lectura del Antiguo. Cuando ya se conoce el Nuevo Testamento, se va encontrando mayor sentido al Antiguo conforme se avanza en su lectura. Una vez conocido el Antiguo se vuelve al Nuevo y la lectura gana en atractivos, porque entonces es posible captar muchos matices que antes pasaron inadvertidos.
EL ANTIGUO TESTAMENTO
–Hay muchas personas que cuando se introducen en la lectura del Antiguo Testamento quedan un tanto desconcertadas, sin saber de qué manera han de acoger lo que leen y qué autoridad conceder a esos textos.
–Sí, por ejemplo, ante los primeros capítulos del Génesis pueden plantearse innumerables cuestiones: ¿Qué duración tenían los días de la semana en que Dios creó el mundo? ¿Tan pequeña era la primera mujer que Dios no necesitó para hacerla nada más que una costilla de Adán? ¿Por qué vivían los patriarcas antediluvianos tantos cientos de años? Y, según se sigue la lectura, surgen muchas más cuestiones por el estilo: ¿Por qué los Patriarcas tenían varias esposas? ¿Cómo puede agradar a Dios el que se pase a cuchillo a toda la población de las ciudades conquistadas por los israelitas? Hay que decir, en primer lugar, que no todos los episodios que narra la Biblia son moralmente buenos y ejemplares; a veces son radicalmente malos, y sólo a sensu contrario destilan una enseñanza positiva: la desobediencia de Adán y Eva, el crimen de Caín, la torpeza de Onán o el desliz de David son ejemplos ilustrativos, entre muchos otros. La Sagrada Escritura los recoge para mostrar la fidelidad de Dios a su apuesta redentora en favor de los hombres, a pesar de la maldad y de los pecados de éstos. Por otra parte, el motivo de muchas de las inquietudes e incomprensiones señaladas no está en la propia Biblia. Su origen se encuentra en que se acude a buscar en ella algo que no pretende decir. La Sagrada Escritura no es un libro de ciencias naturales, ni un conjunto de crónicas periodísticas de lo que ocurrió en épocas remotas.
Aunque narre sucesos realmente acaecidos, la Biblia en su totalidad tampoco es un libro de «historia» en el sentido que actualmente damos a esta palabra. Muchos de ellos fueron tan sencillos y aparentemente ordinarios que no dejaron restos arqueológicos ni epigráficos, que permitan verificar cada uno de sus detalles con el rigor que hoy cabe exigir a una narración histórica. La Biblia es mucho más que todo eso: es la enseñanza que Dios mismo, Creador del mundo y Señor de la historia, ha tenido a bien trasmitir a los hombres acerca de sí mismo y de su acción en la historia humana en orden a la salvación.
Finalmente, junto al recurso a las ayudas técnicas imprescindibles, al leer la Biblia no puede faltar la actitud interior de oración y veneración hacia la Palabra de Dios que resuena en el texto sagrado, ni la disposición de permitir que marque la pauta del comportamiento en la vida ordinaria. La sencillez de corazón del que lee la Biblia en la fe de la Iglesia, con afán humilde de aprender y de llevar a la práctica lo que enseña, permite alcanzar un trato de amistad con el Espíritu Santo. Y esa sintonía es el medio más eficaz para captar a fondo el mensaje que Dios ha querido trasmitir por medio de esa carta a sus criaturas que es la Escritura Santa
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