He aquí un fragmento de La experiencia de leer, de C.S. Lewis, en que se explica una parte de qué es un mito:
En primer lugar, recordemos que la palabra griega mythos no designa específicamente este tipo de historias sino cualquier historia. En segundo lugar, no todas las historias que el antropólogo clasificaría como mitos poseen la cualidad que me interesa analizar. Cuando hablamos de mitos -como cuando hablamos de baladas-, solemos pensar en los mejores especímenes y olvidar los restantes. Si examinamos pacientemente todos los mitos de determinado pueblo, la mayoría nos dejarán perplejos. Al margen de lo que hayan podido significar para los antiguos o para los salvajes, los encontraremos absurdos y chocantes. Chocantes no sólo por su crueldad y obscenidad, sino también por su aparente estupidez, casi como las historias de los locos. De esa maleza sórdida y vulgar emergen como olmos los grandes mitos: el de Orfeo, el de Démeter y Perséfone, el de las Hespérides, el de Balder, el de Ragnarok, o el de Ilmarinen forjador de los sampo. En cambio, ciertas historias que no son mitos en el sentido antropológico, pues han sido inventadas por individuos pertenecientes a períodos totalmente civilizados, poseen lo que yo llamaría «cualidad mítica». Es el caso de las tramas de El doctor Jekyll y el señor Hyde, La puerta en la muralla de Wells o El castillo de Kafka. También la posee el personaje de Gormenghast en Titus Groan de Peake, o los Ents y los Lothlorien de El señor de los anillos del profesor Tolkien. A pesar de estos inconvenientes, como mi única alternativa sería acuñar un nuevo término, utilizaré la palabra mito, porque me parece un mal menor. Quienes leen para comprender -me tienen sin cuidado los fanáticos del estilo- tomarán la palabra en el sentido que yo le doy. En este libro, un mito es una historia que tiene las características que enumero a continuación.
Es extraliteraria, en el sentido que ya he indicado. Quienes han accedido al mismo mito a través de Natalis Comes, de Lempriére, de Kingsley, de Hawthorne, de Robert Graves o de Roger Green comparten la misma experiencia mítica; se trata, de un contenido significativo, no de un mero máximo común divisor. En cambio, quienes han accedido a la misma historia a través de Romeus de Brook y del Romeo de Shakespeare sólo comparten un máximo común divisor, que en sí mismo carece de valor. El placer que depara el mito no depende en modo alguno de recursos narrativos como el suspense o la sorpresa. Ya la primera vez que lo escuchamos nos parece inevitable. El principal valor de esa primera experiencia consiste en el contacto con un objeto inagotable de contemplación -más parecido a una cosa que a un relato- que influye en nosotros por su sabor o cualidad peculiar, casi como una fragancia o un acorde. A veces, ya esa primera experiencia prescinde de todo elemento narrativo. No puede decirse que haya una historia en la idea de que Ragnarok se cierne tanto sobre la vida de los dioses como sobre la de todos los hombres buenos. Las Hespérides, su manzano y el dragón constituyen de por sí un mito poderoso, antes de que aparezca Hércules para robar las manzanas. En el caso de los mitos la identificación desempeña un papel muy reducido. Apenas puede decirse que nos proyectemos en los personajes. Son como espectros que se mueven en otro mundo. Sin duda, sentimos que sus evoluciones tienen una importancia profunda para nuestras vidas, pero no nos proyectamos con la imaginación en las suyas. La historia de Orfeo nos entristece, pero sentimos pena por todos los hombres en lugar de apiadarnos intensamente de él (como nos sucede, por ejemplo, con el Troilo de Chaucer). El mito siempre es «fantástico», en una de las acepciones de esta palabra. Trata de cosas imposibles y sobrenaturales. Las experiencias que comunica pueden ser tristes o alegres, pero siempre son serias. El mito cómico (en el sentido que doy a la palabra «mito») es imposible. Esas experiencias no sólo son serias: además, nos infunden un temor reverencial. Sentimos la presencia de lo numinoso. Es como si se nos comunicara algo trascendente. El hecho de que la humanidad nunca haya dejado de forjar explicaciones alegóricas para los mitos revela los reiterados esfuerzos de la mente por tratar de aferrar -sobre todo mediante conceptos- ese algo que nos transmiten. Y una vez ensayadas todas las alegorías, seguimos sintiendo que el mito es más importante que cualquiera de ellas.Estoy describiendo los mitos, no explicando su existencia. No me interesa en absoluto averiguar las causas de su aparición, determinar si constituyen una manifestación primitiva de la ciencia, restos fósiles de los ritos, invenciones de los hechiceros o afloraciones del inconsciente individual o colectivo. Lo que me interesa es su efecto en la imaginación consciente de mentes similares a las nuestras, no su hipotético efecto en mentes prelógicas ni su prehistoria en el inconsciente. Porque sólo el primero se puede observar directamente o puede situarse a tiro de los estudios literarios. Cuando hablo de los sueños, me refiero, y sólo puedo referirme, a los sueños tal y como los recordamos al despertar. Análogamente, cuando hablo de los mitos, me refiero a los mitos tal como podemos experimentarlos: o sea, a los mitos no creídos sino contemplados, presentes ante la imaginación plenamente despierta de una mente lógica. Sólo me ocupo de la parte del iceberg que aparece en la superficie; sólo ella tiene belleza, sólo ella es un objeto de contemplación. Sin duda, debajo hay muchas otras cosas. El deseo de investigar esa parte sumergida está plenamente justificado desde el punto de vista científico. Pero me temo que ese estudio resulta atractivo, al menos en parte, como consecuencia del mismo impulso que explica la invención de las explicaciones alegóricas de los mitos. Es un esfuerzo más por aferrar, por atrapar con conceptos ese contenido trascendente que parecen transmitirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario